28 julio 2008

MARVIN SYLVOR
El hombre que susurraba a los caballitos

La felicidad es un viaje de 360 grados a lomos de un caballito. Algo parecido debía de pensar Marvin Sylvor cuando observaba la sonrisa de los miles de niños que disfrutaron creyéndose valientes cowboys al galope sobre sus fieras de cartón piedra. El pasado viernes, el hombre que resucitó al tiovivo, falleció a los 75 años a causa de un fallo renal.
Bien mirados, no eran tan fieros los corceles como los pintaba –literalmente– Sylvor, que dotó a sus carruseles de un estilo muy peculiar. Las crines al viento, los colores pastel y las grupas doradas daban vueltas y vueltas bajo eternos cielos azules y nubes de algodón. Y allí, envueltos en ese universo tan especial, los niños y sus mayores se dejaban llevar, como hipnotizados, por los sonidos y el vaivén del carrusel.



Marvin Sylvor popularizó y difundió los tiovivos a escala mundial. Desde Sao Paulo hasta Singapur, fueron muchos los lugares que importaron sus carruseles y, sobre todo, las emociones que estos acarreaban que, curiosamente, eran idénticas en todos los lugares del mundo: «Allí donde instalamos un carrusel, la reacción siempre es la misma», aseguraba el diseñador de caballitos. «Es igual que sea en China o en Arabia Saudí, los niños vienen corriendo y se divierten. Ellos lo aman».
El artista estadounidense consiguió revivir esta atracción, que conoció sus mejores momentos durante los años que transcurrieron entre finales del siglo XIX y la Gran Depresión. El particular zoológico de fibra de vidrio que regentaba Sylvor no sólo estaba habitado por caballos. Ranas, jirafas o delfines convivían en una colección de más de 100 tipos distintos de animales que daban vida a sus artísticos tiovivos.
La pasión de Marvin Sylvor por el mundo de los caballitos surgió a raíz de una frustración infantil. Como otros niños de su época, quedaba atrapado por la música y la vistosidad de los caballitos de posguerra. Cada verano, soñaba con subirse al mismo carrusel, pero su padre, siempre con prisas por llegar a la playa, nunca dejó al pequeño Marvin cabalgar a sus anchas. Aquellos llantos infantiles se fueron apagando, pero el sentimiento artístico surgió donde más difícil era de prever: en la mili. Allí, su afición por decorar los bastones de mando de los tenientes no sólo le libró de pelar patatas o limpiar letrinas, sino que le permitió abrirse camino por el mundo de la decoración y el arte.
Antes de meterse de lleno en el diseño de los carruseles, Marvin Sylvor fundó la empresa Fabricon Carousel Company, que tuvo la importante labor, entre otros encargos, de decorar el pabellón del Vaticano en la Exposición Universal de 1964, celebrada en Nueva York.
Como fabricante de carruseles, Sylvor instaló sus obras en numerosos parques y centros de ocio, sobre todo en Nueva York. Uno de sus tiovivos más prestigiosos –llamado Le Carrousel e instalado en el corazón del parque Bryant, en Manhattan– cuenta con una fauna muy amplia. Diez caballos, una rana, un ciervo, un gato y un conejo corretean en círculo alrededor de un bosquecillo de flores y guirnaldas, muy al estilo francés. Cada carrusel es único y se inspira en una temática diseñada para agradar a sus pequeños clientes. Los hay de todos los gustos y tamaños, por ejemplo, el tiovivo del parque Riverfront (Nashville) mide 18 metros de diámetro y tiene una capacidad para 70 personas.
«Los carruseles tocan alguna parte de nuestro alma, nos hacen sonreír», pensaba el artista. Seguro que sus nietos piensan lo mismo.

Marvin Sylvor, diseñador de carruseles, nació en Nueva York (EEUU) en 1933 y murió en Miami el 10 de abril de 2008.


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